Una seguidilla de golpes que
provenía de la puerta de calle abrió mis ojos. Las manecillas marcaban las 9.10.
El clima se mostraba gris. Era día del Censo 2012.
En mi aposento, arropado entre las sábanas hasta la
cabeza esperé unos minutos para que alguien asistiera a la llamada. Segundos
después sonó el picaporte de la habitación contiguo y los pasos que se dirigían
a inquirir quién tocaba. Hasta ese momento ya asentí que llegó la hora de ser
parte del momento más esperado por todas las bolivianas y los bolivianos: ser
censado.
Me enderecé. El astro Sol aún no se mostraba, lo que
me acobardó a salir, y supongo que al resto de familia también, el silencio era
absoluto.
Definitivamente era el censador. El Hombre de mediana
estatura, envuelto la cabeza con la capucha de su deportivo y un sobrero de
doble ala, saludó y se depositó en el diván para hacer su trabajo.
Escuché entre bambalinas que no era necesaria la
presencia de todos los miembros de la familia, sólo el jefe de hogar, mi fader.
Y bueno, todo el trabajo fue de él. Eso me alivió, entonces volví a la cama a
hojear unas cuantas páginas, esperando a que acabe el periplo verbal. Somos
siete y no hubo ningún problema. Cualquier duda sobre algún dato lo resolvió
preguntándonos, y ya.
Todo el interrogatorio duró 25 minutos. Así de
sencillo fue el Censo 2012.

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